se sentía extrañamente turbado. Y le parecía que las blancas paredes tenían una sonrisa triste y rara.
II
La jornada en la sala comenzaba temprano: cuando los primeros resplandores del alba la inundaban de una luz grisácea. A las seis se servía a los enfermos el te y lo bebían lentamente. Luego se les tomaba la temperatura. Algunos enfermos, y entre ellos el chantre, se enteraron allí por primera vez de que tenían temperatura. Les parecía ésta algo misterioso, y cuando se les colocaba el termómetro ponían un aire grave. El tubito de vidrio con sus líneas negras y rojas se convertía en cosa providencial; y según indicara una décima más o menos los enfermos se ponían alegres o tristes. Hasta el chantre, a pesar de su buen humor habitual, se ensombrecía por un instante cuando la temperatura de su cuerpo era más baja que la que se les decía ser normal.
—¡Esto sí que es una gaita!—decía a Lorenzo Petrovich con el termómetro en la mano y examinándolo con aire de reproche.
—Colócate el termómetro otra vez y quizás obtengas una temperatura más elevada—le recomendaba el comerciante burlándose dé él.
El chantre seguía el consejo, y si lograba obtener una décima más se ponía alegre y le daba las gracias calurosamente por el buen consejo.