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Durante todo el día cada cual se preocupaba de la salud, y todo lo que los médicos recomendaran se hacía puntualmente, con exactitud. El chantre era el más grave; y al tener el termómetro o al tomar una medicina cualquiera ponía el rostro severo como durante la ceremonia de su promoción al grado superior. Cuando se le daban para el análisis varios vasitos los colocaba en un perfecto orden sobre su mesa bien numerados; como tenía mala letra pedía al estudiante que le escribiera los números. Reñía paternalmente a los enfermos que descuidaban las prescripciones de los médicos, sobre todo al gordo Minayev, que estaba en la sala número 10; los médicos habían prohibido a Minayev que comiera carne, pero él se la cogía a escondidas a sus vecinos de mesa y se la tragaba hasta sin masticarla.

Hacia las siete la sala se inundaba de una luz clara que pasaba por las inmensas ventanas. Había tanta claridad como en los campos; las blancas paredes, las camas, el suelo, la vasija de cobre, todo brillaba. Rara vez se acercaba alguno a las ventanas: la calle y lo que pasaba fuera de la clínica había perdido para los enfermos todo interés. Allá la vida estaba en su plenitud: pasaba el tranvía lleno de viajeros, destacamentos de soldados grises, bomberos con cascos brillantes, se abrían y se cerraban las tiendas. Aquí no había mas que personas enfermas que permanecían en la cama, frecuentemente sin fuerzas ni para volver la cabeza, o se paseaban, con sus blusas grises, sobre el sue-