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Despreciaba profundamente su propia estupidez y la de los demás. No podía admitir que hubiera gentes que amaran la vida, y en sus noches sin sueño volvía frecuentemente la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largamente los contornos de su vecino, que roncaba bajo la ropa del lecho, y se decía, con los dientes apretados:
«¡Qué idiota!»
Después miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
«¡Dos verdaderos idiotas!»
Cuando llegaba el día su alma se sumía en el silencio y su cuerpo ejecutaba dócilmente cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil y permanecía como una masa inerte y pesada sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. No se paseaba ya a través de las salas, reía rara vez; pero cuando el sol inundaba la clínica se ponía a charlar alegremente, a dar gracias al Sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Luego empezaba a entonar un cántico religioso, y su rostro enflaquecido se ponía más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando terminaba de cantar se acercaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba otra vez los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un enorme certificado así de grande—y extendía los brazos—, y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas, a fe mía!