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sado, atravesaba el corredor un asistente cualquiera. Hacia las once morían los últimos ruidos del día y un silencio sonoro sensible a los más leves rumores comenzaba a reinar. Este silencio recogía ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una en otra sala el ronquido de los enfermos, sus toses y sus gemidos. Con frecuencia eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.

Excepto la primera noche, cuando Lorenzo Petrovich lo olvidó todo en un profundo sueño, no dormía ninguna noche, asaltado por una multitud de pensamientos conturbadores. Las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, fijaba la mirada en la lámpara eléctrica cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos robaba el dinero a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a los que le pegaban. Convertido él mismo en amo aplastaba con su dinero a la gente baja, a quien despreciaba y a la que inspiraba odio y terror. Cuando vinieron la vejez y la enfermedad comenzaron a robarle a su vez, y si cogía a alguno le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en seguida en aquella atmósfera, no dejando tras sí mas que frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido.