cionante! Como si yo estuviera ya muerto y se me hiciera la despedida... Había una vez un chantre... había una vez...
Al oírle hablar así todos comprendieron que no tardaría en morir. Era tan evidente como si ya estuviera allí la muerte, a su cabecera. Parecía que su lecho estaba ya envuelto en un frío de tumba, y cuando calló tapándose la cabeza con la sábana, el estudiante se frotó nerviosamente las manos, que se le habían quedado frías. En cuanto a Lorenzo Petrovich tuvo una risa brutal y se puso a toser.
Los últimos días Lorenzo Petrovich estaba muy turbado y volvía la cabeza sin cesar hacia el cielo azul que se entreveía por la ventana. Ya no se quedaba inmóvil como antes; se agitaba en la cama, gruñía y se enfadaba con los enfermeros. Manifestaba su mal humor aun con el doctor. Este era un hombre de buen corazón y una vez le preguntó con afecto:
—¿Qué tiene usted?
—¡Me aburro!—respondió Lorenzo Petrovich con el tono de un niño enfermo, cerrando los ojos para ocultar sus lágrimas.
Aquel día se anotó en el diario donde se inscribía la temperatura, así como todo el curso de su enfermedad: «El enfermo se aburre.»
El estudiante seguía recibiendo las visitas de la joven a quien amaba. Las mejillas de su bien amada estaban teñidas de un color vivo cuando llegaba de la calle, y era agradable y al mismo tiempo un poco triste el mirarla.