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—¡Mira qué calor tengo en las mejillas!—decía acercando su rostro a los ojos de Torbetsky.
Este miraba, pero no con los ojos, sino con los labios, largamente y muy fuerte, pues estaba mucho mejor y sus fuerzas aumentaban. Ahora no se preocupaban de la presencia de los otros enfermos y se besaban sin recatarse. El chantre volvía delicadamente la cabeza; pero Lorenzo Petrovich no fingía ya que dormía y miraba a los amantes con una provocación burlona. Y ellos querían al chantre y no querían a Lorenzo Petrovich.
El sábado, el chantre recibió una carta de su familia. Hacía una semana entera que la esperaba. Todo el mundo sabía que la esperaba y participaba de su inquietud. Activo y alegre ya iba de una a otra sala mostrando la carta, recibiendo felicitaciones y dando las gracias. Todo el mundo sabía desde hacía mucho tiempo que su mujer era muy alta; pero aquella vez contó un nuevo detalle, inédito hasta entonces:
—¡Lo que ronca mi mujer! Cuando duerme se le puede pegar con una maza, que no se despertará: ¡sigue roncando! ¡Lo mismo que un granadero!
Luego el chantre, frunciendo maliciosamente las cejas, añadió con un tono de orgullo:
—Y esto ¿a que no lo habéis visto? ¿Eh?...
Al decirlo enseñaba un pequeño extremo del papel sobre el que se veían los contornos irregulares de una mano de niño, en medio de la cual había una inscripción: «Tosia te envía sus saludos.» La