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más á ellos, se apeó, compuso el recado, apretó la cincha, se cercioró de que el cuchillo corría bien en la vaina, acomodó bien el lazo, palmoteó el caballo, le habló, lo acarició fuertemente con las dos manos, y saltó, por fin, en él.

Al tranco, dió algunos pasos hacia el grupo de hacienda, fijándose en todos y en cada uno de los animales, con mayor atención que el resero más delicado, ó que el criador que ha comprado hacienda á rebenque, hasta que echó los puntos á un novillo de tres á cuatro años, blanco, no muy gordo pero de gran estatura, que le pareció tener todas las condiciones necesarias para proveerlo de las huascas soñadas, espesas y flexibles, elásticas y fuertes.

Desató el lazo, lo arrolló, dejándole una armada regular, como para agarrar bien las astas y nada más, y resuelto, se fué galopando despacio, derecho hacia el animal, hasta ponerlo á tiro. Ya iba revoleando el lazo, cuando se dió vuelta, bufando, el novillo blanco; se abalanzó con furia contra el jinete, las astas agachadas, terribles, enormes, agudas, y, con un ruido de trueno y una rapidez indecible, se le vino encima. Si dispara, Timoteo, en este momento, si vacila, está perdido. Jamás, aunque recorriera como relámpago todo el campo, le dará tiempo el novillo para usar el lazo; lo perseguirá en todas sus vueltas, más ligero para correr que el caballo, y acabará por voltear el flete con el jinete y hacer de ambos con las astas y las patas picadillo como para carbonada.

Bien lo sabe Timoteo; y llamando á sí toda su atávica ligereza de indio, toda su serena pericia de gaucho, toda su perspicaz cautela de criollo, se le abre por un movimiento de riendas apenas sensible.