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cuerea con cuidado, pues tampoco sería cosa de haber trabajado tanto y pasado tantos malos ratos, para tener un cuero todo retazado.

Ya que hubo acabado recogió la tropilla para mudar caballo, ensillando, esta vez, por si acaso, el parejero y arreglando el cuero en un carguero. Llegó con toda felicidad á la tranquera, la abrió, la volvió á cerrar, se guardó la llave, como recuerdo, y emprendió la vuelta á sus pagos.

No hacía una hora que andaba marchando, cuando oyó un lejano ruido de galope, y pronto pudo ver que los que así venían eran los cuatro gauchos del rancho de la tranquera. Maneando la yegua madrina en un bosquecillo espinoso y tupido que allí había, empezó á correr en campo raso, á vista de ellos. En seguida, todos emprendieron la carrera; pero el parejero de Timoteo era de tiro largo y se empezaron á desgranar por la cancha. Cuando estuvieron todos á buena distancia uno de otro, se dió vuelta, y llegando cerca del primero, lo mató de un tajo, antes de darle tiempo siquiera de sacar el facón. Esperó al segundo, y también lo mató; el tercero llegaba, algo marchito; pero como Mandinga, que por el relato que le habían hecho de las proezas de Timoteo, lo quería guardar de capataz, les había mandado, con pena de muerte, que no volvieran sin él, creyó mejor arriesgar una muerte, al fin dudosa, que volver á la estancia para ser degollado, después de estaqueado ó molido á palos, ó deshecho por los perros; y sacó el facón.

Hecho guapo por el miedo, peleó con valor, pero, ¿qué iba á hacer el pobre con Timoteo? Un revés, un quite, un puntazo, y se fué al otro mundo, dejando las tripas al sol.