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El último se quedó lejos, y dándose vuelta, fué á parar quién sabe á dónde.

El viaje para volver le pareció á Timoteo más corto y menos penoso que la primera vez, pues venía para la querencia. Asimismo, le habría sido imposible calcular la cantidad enorme de leguas que, tanto á la ida como á la vuelta, había tenido que galopar.

Cuando llegó á su casa, fué grande la alegría de don Miguel, pues había creído á su hijo perdido para siempre; y empezaron en seguida á trabajar con toda prolijidad el cuero del novillo blanco.

Don Miguel, hombre experto en el oficio, lo supo aprovechar sin desperdicio y en la mejor forma posible. Pudo sacar del cuero un buen lazo chileno, una cincha como para darse corte, sin una falla y sin una mancha; maneas y cabestros en bastante cantidad, un cinchón doble, un bozal y un gran maneador, y todavía le alcanzó para un par de riendas y para la trenza de sus boleadoras. Era grande, el cuero, y de un espesor increíble; pero la gran maravilla fué cuando empezó Timoteo á trabajar con sus huascas.

Si bien todos habían oído hablar de los cueros de Mandinga y de las huascas que de ellos se sacaban, nadie, hasta entonces, los había podido ver.

Muchos dudaban, por supuesto; hasta reían unos cuantos.

—¡Qué Mandinga, ni qué Mandinga!—decían;—¡si no existe! Todo lo que cuentan de él, son mentiras.

Pronto tuvieron los más incrédulos que confesar que debía de ser cierto todo, pues lo vieron á Timoteo atar con el cabestro más delgado un redomón medio