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Justamente acababa de llegar una tropa muy grande que el patrón tenía interés en beneficiar en el menor tiempo posible, y conchabó á Celedonio; pero primero lo quiso probar y lo acompañó á la playa.

Una vez ahí, y después de acomodarse para el trabajo, Celedonio tomó sitio entre los demás peones que, por supuesto, lo miraban de reojo, dispuestos siempre á criticar á todo recién venido, y empezó á desollar con el cuchillo viejo el novillo que le había caído en suerte. Los más hábiles desollaban un animal en seis minutos, y esto, de vez en cuando, no siempre; Celedonio, en tres minutos, acabó el suyo. Quedaron todos asombrados de semejante rapidez, y el patrón se acercó, abrió el cuero, lo revisó por todos lados, creyendo encontrarlo lleno de tajos por lo menos de rayaduras; pero tuvo que reconocer que nunca había visto un cuero sacado con mayor limpieza, pues ni una rozadura tenía el pellejo. Y como todavía no habían traído delante de Celedonio otro animal, el patrón dió orden á los peones de apurarse en servirle.

Celedonio, desde entonces, siguió sin parar hasta la noche, desollando veinte y hasta veinticinco novillos por hora, sin un tajo en los cueros. Nunca ninguno de los que ahí estaban había visto semejante cosa y no faltaron, alrededor del fogón, después del trabajo, las indirectas y pronto las preguntas:

— De dónde era? ¿Dónde había trabajado antes?

¿Dónde compraba los cuchillos? y esto, y aquello.

Celedonio á todos contestaba, pero sin soltar el secreto.

El patrón pagaba tanto por animal, pero al final de la faena le dió un buen premio por no haberle echado á perder ni un solo cuero, y Celedonio volvió á su casa con el tirador repleto. Y doña Sinforosa,