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pensado él en esto, y casi creía que sólo para su cuchillo tendría virtud la piedra; pronto conoció su error, pues tomando una pata de carnero, su señora la cortó con el cuchillito viejo aquél, en rebanaditas parejas, con hueso y todo, sin el mínimo esfuerzo.

Comprendieron ambos que ya no se podía dudar de que ese pedazo roto y, al parecer, inservible, de piedra de afilar poseía condiciones maravillosas.

Doña Sinforosa era mujer de muy buena cabeza; y en el acto comprendió que con no divulgar á nadie las propiedades extraordinarias de la piedra, podrían sacar del regalo del buen forastero muchas ventajas.

Celedonio no era lo que se puede llamar, en la pampa, un haragán, ni tampoco lo que, en otras partes, se llamaría un gran trabajador; por esto mismo, doña Sinforosa trató, por un lado, de hacerle ver lo provechoso que les podrían salir ciertos trabajos con semejante ayuda y, por otro, de asustarle con la posible pérdida de la prenda, si la dejaba inútil. Y fácilmente lo convenció que no debía dejar de buscar y emprender alguno de los trabajos para los cuales es indispensable una piedra de afilar.

No muy lejos de donde vivían, había un saladero que, durante algunos meses, trabajaba mucho, beneficiando miles y miles de vacunos, y pensó doña Sinforosa que Celedonio allí se debía conchabar, pues todavía duraría la faena un mes ó dos.

Celedonio consintió y fué á ofrecer sus servicios como desollador. Llevaba consigo el pedazo de piedra de afilar bien escondido en el tirador, el cuchillo viejo, otro grande, nuevito, pero ya probado con la piedra y cortador como él sólo, y, para despistar á los curioseadores, una chaira común, de acero.