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volver á envainar el arma, pero estaba tan torcida la hoja, que no pudo, y cuando llegó á su rancho, llevándola en la mano como cirio de funeral, al ver la facha con que volvía, no pudieron contener la risa los mismos hijos de él.

—Pero, ¿qué policía sería ésa?—repetía sin cesar, en un lamento.

Los geniecitos, después de reirse mucho con Manuelito de lo que acababan de hacer, regalaron al muchacho un cuchillito pequeño, lindísimo para señalar corderos, y lo dejaron cuidar su majada, después de asegurarle que con esa arma no debía tenerle miedo á nadie y menos al hombre del facón, que, al fin y al cabo, no era más que un cobarde y un tonto, engreído por haber peleado siempre con gente floja ó débil.

A pesar de la risueña lección así recibida, no pasaron muchos días sin que el gaucho malo fomentase otro bochinche en la pulpería. Había elegido por su víctima á un puestero de una estancia vecina, buen hombre, padre de familia, incapaz de buscar camorra á nadie. Lo había primero fastidiado con indirectas groseras, después lo había insultado de veras, y viendo que no lo podía hacer salir de quicio, ya lo estaba amenazando, acariciando el puño del facón, pronto á desenvainar.

Manuelito estaba ahí; había venido á buscar los vicios para la familia, y lo estaban despachando.

Cuando oyó los gritos del hombre del facón, lo miró con la mera curiosidad de saber lo que iba á suceder, pero sin inquietud, por haberle asegurado los geniecitos de que ya no debía, con su cuchillo, temer á nadie.

Al ver que el gaucho iba á sacar el arma para