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al gaucho le incomodaban y que por esto calló, ó modíficó, ambos lo contaron del mismo modo.

Aseguró Manuelito—y á él se le podía creer, porque no era muchacho embustero, que al ver por delante una gran partida de policía, el hombre del facón casi recuperó su sangre fría. Acostumbrado como estaba á poner en fuga á los milicos con sólo desenvainar la famosa daga, se fué sobre ellos con ella en una mano y la guitarra en la otra.

El desbande fué todavía más rápido que de costumbre, pues de repente el gaucho se encontró con que nadie le hacía frente; sujetó entonces el caballo, blandió el facón y la guitarra y haciendo, de un espolazo, revolear el mancarrón, cuyos movimientos seguía su cuerpo flexible, ablandado por la borrachera, como si hubiera sido una bolsa de estopa, empezó á insultar á gritos: «á esos maulas que siempre disparaban..

Y todavía gritaba cuando volvieron, de repente, ¿quién sabe or dónde? y sintió el hombre del facón que un policiano le quitaba la guitarra y otro la daga.

Otro le volteó el sombrero, otro le rajó el saco; entre dos ó tres le quitaron las botas, le desgarraron el chiripá y el poncho, y después de pegarle, entre risas, una paliza jefe con la guitarra y el facón, lo dejaron, molido, asustado, atontado. Quedó así un rato largo, hasta que apeándose, alzó del suelo su sombrero hecho trizas, los pedazos de la guitarra y su facón todo enclenque, con la empuñadura medio despegada, la hoja torcida y mellada; de las botas no pudo encontrar más que una, el rebenque se le había perdido, y para colmo de vergüenza, le habían tusado la cola al flete, ¡estando él encima!

Casi lloró, ese día, el hombre del facón. Trató de