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El hombre del facón primero le quiso pegar un planazo en la cabeza, pero con sólo levantar la mano armada del cuchillito, Manuelito rechazó la daga con tanta fuerza, que tuvo que recular de un paso su agresor, y cuando éste volvió con el arma de punta para atravesarle el pecho, el cuchillito del muchacho se alargó solo de tal manera, que la punta entró en el brazo del matrero. Sintió el pinchazo y se hubiera vuelto furioso, si su prudencia instintiva y salvadora no le hubiera hecho adivinar en Manuelito un adversario temible: no se daba bien cuenta de cómo, con un arma tan corta, lo había podido alcanzar; pero justamente por esto, no se atrevía á acercársele mucho. Se hizo entonces el que lo tomaba todo á risa, y retirándose algo, para envainar el facón.

—Corajudo había sido el gallito—dijo.

—Como gallina había sido el gallo viejo—contestó el muchacho.

Sin querer haberlo oído, agregó el otro :

—Cosa de creer que es hijo mío.

—Cuando las gamas paran leones—replicó Manuelito.

Y quedó calladito el hombre del facón, mascando su vergüenza, hasta que como si quisiera tomar el fresco, se deslizó hasta el patio, despacito, y sin ruido, montó en su caballo y se mandó mudar.

Todos, ya que lo vieron irse, rodearon á Manuelito y le preguntaron lo que le había querido decir al hablarle del rebenque perdido y de la daga torcida; y el muchacho les contó lo de la partida de policía, sin divulgar, por supuesto, quiénes habían sido los policianos. El cuento pronto corrió, y easi sufrió un eclipse total el prestigio del hombre del facón.