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Al saber que había sido apaleado por los milicos y que un muchacho se había atrevido á desafiarlo, ya nadie le tuvo miedo y cualquiera se creyó capaz de ponerlo á raya. En esto se apuraban quizá mucho, pues sucedió que una comisión de policía, habiéndolo querido prender, el hombre del facón mató á un soldado y puso á los demás en precipitada fuga, recuperando él, por lo tanto, parte de su fama.

Para recuperarla toda, pensó en deshacerse de una vez de Manuelito, el único que, cuando empezaba á pasarse y á ponerse chocante con la gente, lo supiera llamar á sosiego. Y siempre, en esos casos, encontraba por delante al muchacho, avisado de antemano por los geniecitos de la pradera.

Varias veces trató de herir al muchacho con el facón, pero recibió otros tantos tajos, y ¡ cosa rara!

los tajos iban haciéndose cada vez mayores, cada vez más visibles y más peligrosos. Ya llevaba en la cara dos ó tres de los buenos, que lo habían puesto bastante feo, y seguramente, si porfiase, iba todo esto á acabar mal, como se lo había dejado entender Manuelito.

—¿Cómo diablos hará esa criatura para cortarme con su cuchillito cuando le tengo en el mismo pecho la punta de mi facón?—se preguntaba el matrero; y de rabia, quiso probar otra vez la suerte. Lo provocó al muchacho y se le cuadró en el mismo medio de una cancha de bochas, en piso firme y parejo; no había querido, ese día, tomar más que dos ó tres copas de ginebra como para sólo puntearse un poco y avivar sus fuerzas y sus vivezas de gaucho peleador.

Manuelito no se hizo de rogar y se le puso de frente, con el cuchillito en la mano. El hombre del facón, de chiripá de paño y de blusa negra, se había arro-