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vaquillona, muy fresca, se mandada mudar trotando, con la cola parada en señal de triunfo, llevándose la armada en las aspitas, y la mitad del lazo á la rastra.

Derechito se fué adonde estaba parado el buey corneta, como para contarle las peripecias por que acababa de pasar, y el buey parecía escucharla con interés, mirando con sus grandes ojos indiferentes por el lado de don Cirilo, quien, apeado en medio de los peones, contemplaba con rabia los restos de su lazo trenzado, sin poder explicar cómo se había podido cortar semejante huasca con el esfuerzo de un animal tan pequeño.

Renunció por ese día á carnear la vaquillona, y volviendo á las casas, entró en el corral de las ovejas, las que todavía no se habían soltado por el mucho rocío; arrinconó la majada en una esquina del corral, y con el cinchón quiso enlazar un animal cuya señal cantaba claramente que era de un vecino.

Pero era día de tan mala suerte, que el cinchón, no se sabe cómo, detuvo por el pescuezo un capón de propiedad del mismo don Cirilo, mientras el otro disparaba brincando.

Don Cirilo, ya disgustado por demás, se contentó con lo que, sin querer, había agarrado, y sacando afuera del corral el capón de su señal, lo degolló, renegando.

Al levantar la cabeza, vió á cien metros de él al buey corneta, que, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, comía, con mil precauciones para no pincharse, y con toda la atención de un goloso que prueba un bocado elegidó, la alcachofa de uno de los pocos cardos de Castilla que, todavía escasos, crecían cerca de las poblaciones.