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era ínfimo y se iba paulatinamente haciendo rico don Gabino, bendiciendo al Cielo por haberlo hecho nacer hospitalario.

1 Nunca en vano llamaba al palenque ningún transeunte; se tenía fe en la olla y se sabía que de ella siempre saldría carne para todos; y en caso de apuro, con llamar á don Francisco quedaba todo salvado.

Y vivieron así Gabino y Quintina, muchos años, rodeados de su numerosa prole, multiplicada con nietos, biznietos y tataranietos, criados todos en el respeto de las viejas costumbres hospitalarias de los antepasados, á las cuales debían su fortuna.

Pero, al cabo de muchos años, las generaciones que se sucedían creyeron que la olla no podía perder su maravillosa facultad, no acordándose ya á qué ni á quién la debía. Sólo sabían que había que invocar á «don Francisco» para conseguir que no se agotase su contenido. El puchero, por lo demás, poco le gustaba ya á esa gente que se había hecho delicada con la riqueza; y se reservaba la olla para los peones y los huéspedes pobres. Y cómo éstos abundaban, por supuesto, también llegó, con los años, el día en que el dueño de la olla, hombre de regular fortuna, se rehusó á recibir, ni en la cocina, á los pobres, diciendo, en su orgullo egoísta, que ya lo tenían fastidiado todos esos haraganes harapientos.

Una noche, un gaucho viejísimo, tremoló, en el palenque, su débil «Ave María.» Forastero debía de ser, pues el dueño de la casa no se acordaba haberlo visto nunca por esos pagos. Venía en un caballo flaco y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho trizas, sus alpargatas agujereadas cantaban, en coro