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nada, agarró el zebruno, fué con él al jagüel á tirar agua; guadañó por la primera vez en su vida y solo con un trabajo bárbaro pudo alcanzar á llenar de pasto el carrito de pértigo. Repartió el pasto á los carneros, cortó pasto seco en la parva y con la carretilla lo trajo; desgránó el maíz, fué á buscar las lecheras y ató los terneros. Se dió maña para poder cuerear la yegua, estaquear el cuero, llevar la carne á los cerdos, entrar la majada y carnear un capón.

Y antes de anochecer, agarró caballos para el día siguiente.

Estaba el pobre Sulpicio rendido de cansancio, pero muy conforme, y á pesar de que le parecía que la única cosa que se le hubiera pasado por alto á don Patricio fuera decirle á qué horas comería, ni chistó siquiera.

Después de acabar todo lo que le habían mandado, se deslizó en la cocina, y sentándose en un rincón, sin atreverse á pedir nada, esperó que la cocinera le ofreciese algo de comer. Había muchos otros peones que antes que él habían vuelto del campo ó de la quinta, gente de toda laya, gauchos y extranjeros, y todos estaban acabando de cenar. Extrañaban, por supuesto, verse servidos por la niña Hermenegilda, la propia hija del patrón, pero creyendo que fuese por indisposición de la negra Eusebia, se contentaban con meter menos bulla que de costumbre, sin hacer los comentarios que, conociendo la verdad, hubiesen seguramente cuchicheado.

Esta misma noche vino de visita á la estancia el joven abogado, candidato á la mano de Hermenegilda; y antes que el padre hubiese tenido tiempo de ir á recibirlo, se adelantó á abrirle la tranquera la misma muchacha. Había mucha luna, y la conoció en