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era, pero supuso, con razón, que de algo debían de servir y las enseñó á su amo. Y efectivamente, vino una vez un agrimensor que no pudiendo dar con unos mojones que andaba buscando, consultó á Salustiano, quien lo llevó á ellos derechito; y el agrimensor lo tomó de capataz haciéndole ganar una punta de pesos durante más de un mes que duró su trabajo.

Por el arroyo en cuya costa estaba la habitación de Salustiano, cruzaban á menudo arreos grandes de ovejas que llevaban para fuera, y, muchas veces, era un trabajo infernal el conseguir hacerlas pasar.

Salustiano y Travieso miraban con toda tranquilidad los esfuerzos que hacía la gente, lidiando á veces horas enteras para hacer puntear sus ovejas entre el agua; hasta que á Travieso se le ocurrió un día, después que se habían cansado ya los peones de un arreo, cortar una puntita de las ovejas de Salustiano que estaban del otro lado del arroyo y traerla hasta la orilla, quedándose él bien escondido entre las pajas. Las ovejas así cortadas y detenidas por él en su sitio, balaban, y cuando las del arreo las vieron y las oyeron, se vinieron todas, como chorro, y pasó todo el arreo. El capataz no pudo menos de pagarle & Salustiano una buena propina y desde este día, toda majada que pretendía cruzar el arroyo aprovechaba con gusto, aunque pagando, la baquía de Travieso y de su señuelo, perfectamente adiestrado ya, por lo demás.

Salustiano, gracias á las vivezas de su perrito Travieso, se encontraba en holgada situación; pero á medida que él se iba haciendo hombre, el pobre Travieso se iba haciendo viejo. Tenía ya catorce años y bien sentía cercano su fin. No quería dejar á su