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el certificado de unos cueros que había vendido, don Gregorio se detuvo delante de un ranchito nuevo, muy bien construído, aunque de materiales muy toscos, en cuya puerta estaba sentado tomando mate, un viejito medio tullido, á quien conocía mucho.

—¿Cómo le va, don Justo?—le dijo. —¿Habrá hecho alguna herencia, que tiene rancho nuevo?

—No, don Gregorio—contestó el gaucho;—pero como el viento me había volteado el toldo, se me comidió un buen muchacho á hacerme otro y me edificó el que usted ve, y lo mejor es que por toda recompensa, sólo me pidió que cuando lo viera á usted le dijera que debe dar & Lorenzo, por ser muy servicial, la mano de su hija Ciriaca.

—Pues, amigo—le gritó don Gregorio todo sulfurado,—dígale usted, cuando lo vea, que el Lorenzo ése es un trompeta, y que mi hija no es para él.

Y se fué al galope, renegando con toda esa gente y esas bestias que parecían haberse puesto de acuerdo para ir en contra de sus deseos, pensando que, por suerte, nada sabía Ciriaca de todo esto, ni se acordaba siquiera del Lorenzo aquél.

Al llegar de vuelta al palenque de su casa, vió atado en él un caballo bastante mal entrazado y peor aperado, y oyó que en la cocina estaban tocando la guitarra y cantando. Se apeó, y mientras ataba el caballo, conoció que el cantor era un verdadero payador; tocaba á las mil maravillas y su voz era sonora, y don Gregorio, muy aficionado al buen canto, se apresuró á acercarse.

Todos los habitantes de la estancia allí estaban reunidos, escuchando embelesados las cosas lindas que cantaba el payador; y en primera fila Ciriaca, entreabriendo en un gesto de admiración, sobre sus