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—Es muy fuerte Lorenzo; sin él, quedábamos allá; dale tu hija, dale tu hija Ciriaca.

Don Gregorio, callado, se retiró para las casas y se acostó rabiando con semejante intrusión, pero, con todo, pensativo.

El día siguiente, la madrugada, se largó al campo, á refrescar las ideas, recorriendo la línea y repuntando las vacas, y mientras galopaba, repetía maquinalmente entre dientes:

—Dale tu hija á Lorenzo, porque es fuerte; dale tu hija á Lorenzo—y de vez en cuando se interrumpía y decía:

—¡Cómo no! que se la voy á dar á semejante pobrete—ó algo por el estilo, y con pimienta.

De repente, se le asustó el caballo y se encontró frente á frente con un venado que, parándose entre las pajas, le dijo:

—Señor; un hombre que me salvó de las garras del puma, me dió para usted este recado: don Gregorio debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca en matrimonio, pues nunca encontrará yerno más generoso.

Don Gregorio, febril, buscó las boleadoras en la cintura, pero «Damián» ya estaba lejos, y apenas se le alcanzaba á ver la colita blanca arremangada. Y don Gregorio siguió recorriendo el campo, mascullando con impaciencia:

—Lorenzo, Lorenzo; fuerte, generoso—y más que nunca se encaprichó en que no le daría de esposa á su hija Ciriaca.

Pasaron unos cuantos días. Merodeaban los candidatos; pero su torpeza poco alentada por el objeto de sus rústicos afanes á nada se atrevía, á pesar de la buena voluntad patente del padre.

Una tarde, al ir á lo del alcalde para hacer firmar