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ciendo frente al agua que le azota á uno la cara con sus mil agujas que, de frías, queman.

Por lo que era de los candidatos á la mano de Ciriaca, sólo volvieron á visitar á don Gregorio después de pasado el temporal; pues todos habían tenido, decían, mucho que hacer con sus propias haciendas. La verdad es que todos habían quedado encerrados en sus casas, dejando que pasara la tempestad; de modo que tuvo el mismo don Gregorio, á pesar de su edad y de sus achaques, que empezar á campear por su cuenta sus animales desparramados. Casi al salir de su campo, se encontró con una pobre viuda que estaba ordeñando sus lecheritas y le preguntó cómo había hecho para salvarlas del temporal.

—Justamente, señor—le contestó la mujer, se lo tenía trabajo, el ir á contar, pues en recompensa de su que tan buenamente me las campeó y me las trajo, me hizo prometer que llevaría á usted un recado...

—Ya sé, ya sé—interrumpió don Gregorio;—y decirme que tengo que dar mi hija Ciriaca á Lorenzo. ¿No es así?

—¡La verdad!—exclamó la viuda toda admirada de que tan bien adivinara don Gregorio lo que iba á decirle.—Pero también le diré que nunca encontrará usted un yerno que sea tan buen gaucho, ni más caballero.

Y don Gregorio iba á contestar, expresando algunas dudas al respecto, pero ya sin mayor convicción, cuando todas las lecheras y sus terneros confundieron en un solo mugido sus armoniosas voces, y cantaron:

—Sin él estábamos perdidas.