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dejaba mixturarse con las otras majadas; en una palabra, era un excelente puestero, empeñado en dejar á su patrón conforme con su trabajo y su comportación.

Pero, ¿qué quieren? Al que nace sin suerte no le valen los empeños y todo le iba mal. Las plantas se le secaban, las gallinas no ponían ó los pollitos se les morían, las vacas quedaban flacas y apenas les alcanzaba la leche para criar raquíticamente el ternero; las ovejas siempre estaban flacas y llenas de sarna, daban poca lana, ninguna gordura y escasa parición.

Antonio se desesperaba. Su mujer maldecía el día en que había ligado su suerte con semejante desgraciado, y no se quedaba atrás para decírselo y cantarle lo que llamaba sus verdades. Para ella no era mala suerte, sino incapacidad, ignorancia, inbecilidad; tan bien que para ambos la vida se había vuelto un infierno, y que Antonio ahora se lo pasaba casi todo el día vagando por el campo ó pastoreando las ovejas que, siquiera, no le retaban.

Un día que, echado de bruces entre el trébol, olvidando por un rato su constante mala suerte, dejándose embriagar por el perfume penetrante de los pastos silvestres y la tibia suavidad de la atmósfera pampeana, oyó de repente que las ovejas se empezaban á llamar unas á otras y corrían hacia una mata de pajas altas. Pronto estuvo allá toda la majada, y, acercándose Antonio, vió que las ovejas hacían rueda alrededor de un bultito negruzco que se movía y chillaba. Se apeó y alzó en sus manos á una niñita recién nacida, negra, fea y contrahecha, que gritaba como mil deinonios. Quedó un corto rato perplejo, rodeado siempre de las ovejas que parecían seguir con