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días y noches, entre tormentas y temporales, entre cañadones y alambrados, entre peligros siempre renacientes, y siempre nuevos.

De noche, el gaucho del gateado les contaba cuentos ó les cantaba décimas, acompañándose en la guitarra, y sus cantos primorosos evocaban en vaporoso ambiente de poesía intensa todo un mundo ya casi desaparecido, costumbres, trajes y decires olvidados y cuyo conjunto, bien lo sentían todos, formaba en otros tiempos el alma gaucha, base, cimiento, esencia del alma criolla, del alma argentina, de su alma propia.

Un día no amaneció entre sus peones el capataz del gateado.

Cuentan que habiendo visto en el horizonte un monte soberbio, quiso ir en busca de cosas nuevas que ignoraba y que quería conocer. Habría oído hablar de mejoras estupendas en el modo de trabajar la hacienda y quizá habría creído encontrarse con gauchos más diestros, enlazadores más certeros, pingos mejor enseñados, tropillas mejor entabladas, caballos mãs pechadores, y muchachos más pialadores; soñaría con domadores más atrevidos que los de sus tiempos y con jinetes ideales.

Lo cierto es que fué; y después de haber quedado algo perdido entre tantos alambrados y de haberse fastidiado abriendo y cerrando tranqueras y más tranqueras, no sin ver arrancado de su poncho algún andrajo más en los alambres de púa, llegó á una estancia donde todo parecía hecho á propósito para volverlo loco.

Las haciendas no tenían astas; hasta los toros eran mochos; una cantidad de hombres, no de mujeres, de hombres, estaban ordeñando. Más allá, ha-