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LA GUITARRA ENCANTADA

Don Nataniel y su china, con tres ó cuatro hijos, criaturas todavía, vivían, pobres como las ratas, en un campo del Estado, sobre la costa de un gran cañadón. Su rancho era una miserable choza, con el techo de paja todo podrido y lleno de agujeros, y sin más puerta que un cuero de potro, viejo y arrugado; de modo que la lluvia y el frío entraban allí como en su propia casa.

Todo el haber de la familia lo componían unas cuantas yeguas, dos lecheras y algunos corderos guachos, alzados en el campo por los muchachos y criados por ellos.

Nataniel no era haragán ni vicioso. Ganaba algunos pesos en las hierras y arreos, cada vez que se le presentaba la ocasión, y su distracción preferida no era la de tantos gauchos, de ir á pasarse las horas en la pulpería, sino—distracción inocente y barata, —de tocar la guitarra, sin cesar, y cantando, cada vez que tenía un momento desocupado. No era más que un modesto aficionado; pero, sin dárselas de payador, no dejaba de tener un talentito regular. Así por lo menos estaba dispuesta doña Filomena, su mujer, á proclamarlo, lo mismo que cierto grillo que, desde algún tiempo, había fijado su domicilio en un rincón de la habitación.