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Este grillo era para el matrimonio un verdadero compañero, pues, aunque nunca se le viera, se le oía mucho; y de noche, solía acompañar la guitarra y el canto de Nataniel ó llenar los intermedios con su grito familiar.

La guitarra de Nataniel, aunque muy sencilla, una de tantas de las que cuestan tres ó cuatro pesos en cualquier casa de negocio, tenía mucho mérito para él, pues hacía largos años que la poseía; le conocía las mañas; había sido ella la discreta confidente de sus esperanzas y de sus penas, y no podía olvidar que también por ella había conquistado el corazón de su Filomena.

Una noche, entró á obscuras, tiró el pesado recado en el rincón acostumbrado, sin ver que el instrumento favorito se había caído de su sitio en la pared, con clavo y todo, y lo aplastó completamente.

El pobre Nataniel quedó todo pesaroso, no pudiéndose conformar con que la vieja compañera no tuviera ya compostura; y después de la cena, que fué corta, quedaron ambos, él y la mujer, como almas en pena, mirando extinguirse unas tras otras las brasitas del fogón, mudos y sin saber en qué ocupar el tiempo.

De repente cantó el grillo, en el mismo rincón donde yacía la guitarra rota, y, maquinalmente, miró allí Nataniel. ¡Cuál fué su asombro, al ver, colgada en la pared, una guitarra nueva, flamante! Y mientras la miraba boquiabierto, señalándosela á su mujer, calladito, con el dedo, el canto del grillo se volvió tan comprensible para ambos como si hubiera sido voz humana; y clarito oyeron que decía:

—El que conmigo cantare y sus votos expresare, pronto los verá colmados, si resultan moderados.