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Inocencio oyó estas palabras y le hubiera gustado poder siquiera verle la cara á la cantora. Pero no se atrevió á acercarse y pensando que debía esperar que lo llamasen, entró en la pieza de los forasteros, se preparó un churrasco, tomó mate, fumó un cigarro y durmió la siesta. Cuando despertó, nadie tampoco lo llamó, ni le dijo nada; pero le parecía estar hacía tiempo ya en la estancia, y, sin que le mandaran, cumplió con lo que ya consideraba su obligación. Y los días siguieron así, durante varios meses. Sus tareas impedían que pudiera Inocencio sufrir de su soledad. Sin haber podido nunca, y esto de lejos y por la rendija, ver más que el vestido de la mujer que en el rancho vivía, soñaba con ella, y sin saber si era joven ó vieja, hermosa ó fea, comprendía que su vida le pertenecía y que era ella la voluntad misteriosa á la cual obedecía.

Un día, en el campo, se encontró con Sandalio, Vicente, Nicolás, Pascual é Hipólito, que juntos habían venido á curiosear, y averiguar lo que había sido de él, del rancho y de su dueña. Se quedaron admirados de encontrarlo allí y trataron de conseguir que les ayudara en sus propósitos. Unos querían llevarse robada la hacienda, otro quería saquear el rancho; éste de buena gana se hubiera llevado á la mujer, mientras que Vicente seguía soñando con la ginebra de que en otros tiempos le habían hablado.

Inocencio, primero, creyó que era en broma, pero pronto tuvo que comprender con qué gente se las tenía y sin fijarse en cuántos eran, los atropelló cuchillo en mano. Poco pelearon; tres ó cuatro tajos bien dados los pusieron á todos en fuga y volvió muy tranquilo Inocencio á su rancho.

Hacía justamente, el día siguiente, un año que