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diera conocerlo si se le antojara quitarse el poncho y volverse visible, sintió irresistible deseo de deshacerse de él, y abalanzándose, cuchillo en mano, le tiró un terrible puntazo. Por suerte, el puestero, interpelado en ese mismo momento por un amigo, se daba vuelta, de modo que sólo recibió la puñalada en el brazo. Gritó, al sentirse herido; al mismo tiempo, daban las tres, y Jacinto no pudo renovar la embestida, embargados que fueron sus movimientos en los pliegues del poncho, arrancado con violencia inaudita de sus hombros por una mano invisible, sin que lo pudiera detener más que un ratito; pero este rato fué lo suficiente para que la concurrencia viese desaparecer por los aires la prenda maravillosa; y quedó él, azorado, á la vista de todos, con el cuchillo ensangrentado en la mano, sin fuerza para usarlo.

El puestero herido ya lo había conocido y denunciado en un grito de terror; y todos bien convencidos esta vez de que el pobre no era loco, y de que tenían por fin agarrado el tigre asolador de la comarca, lo mataron á puñaladas.

Mientras la historia del poncho de vicuña se difundía con mil comentarios en toda la campaña, la prenda mágica había vuelto sola á manos de su dueño.

El viejo comprendió que su hijo mayor había malogrado su suerte y dejándose de quejas inútiles y de advertencias contraproducentes, entregó la manta á su segundo hijo, Honorio.

Este salió, ignorando, lo mismo que Jacinto, la virtud del poncho de vicuña; pero lo mismo que él, pronto pudo conocerla por la observación de algunos detalles que le llamaron la atención. Había salido con tropilla, llevando el poncho en el brazo, y los animales iban perfectamente arreados. Cuando reD