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tantas tropelías cometían, ni siquiera el menor indicio que pudiera facilitar en algo las indagaciones.

Uno solo pudo decir algo; fué el puestero á quien Jacinto una tarde había pedido un jarro de agua, desapareciendo súbitamente de su vista, al ponerse en los hombros un poncho de vicuña que llevaba en el brazo. Pero, por supuesto, al oir el cuento, todos se echaron á reir y lo trataron de loco.

Pasaron algunos días, un siglo para los vecinos aterrorizados, sucediéndose las desgracias repentinas como en tiempo de las más sangrientas guerras, llenándose la campaña de ruinas y de lutos.

Por suerte, ya tocaban á su fin las hazañas del extraño malhechor.

Estando por vencer el término fijado por el padre para la vuelta, pensó Jacinto que mucho más seguro sería quedarse con el poncho maravilloso que devolverlo al viejo para que lo probasen sus hermanos; y aunque tuviera la convicción de haberlo utilizado como ninguno de ellos sería seguramente capaz de hacerlo, mejor le pareció no arriesgar la parada y guardárselo.

Y el mismo día en que hubiera debido volver á casa del padre, se fué con la manta puesta á una gran pulpería, donde siempre se solía juntar mucha gente, quedándose allí sin que nadie lo viera, en espera del momento en que sin peligro, podría renovar su provisión de pesos.

Iban á dar las tres, hora en que había salido con el poncho, una semana antes, y el juego estaba en su apogeo, cuando entró el puestero que lo había visto desaparecer de tan misteriosa suerte, al ponerse la manta.

Jacinto, al ver á este hombre, el único que pu-