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—Cuanto antes me entregue la estancia, señor—dijo éste en seguida,—mejor será.

—Vamos—dijo Demetrio, y montando á caballo, fueron hasta las casas.

Demetrio ya no pensaba sino en el modo de disculparse con su mujer de tamaña locura, y cuando llegó en su presencia le dijo, al presentarle al forastero:

—He vendido al señor la estancia con sus haciendas y se la vengo á entregar.

La señora, que hacía tiempo que lo venía entendiendo todo, se dejó caer en una silla y echó á llorar; y las lágrimas de su mujer conmovieron de tal modo á Demetrio, que, comprendiendo por fin la magnitud de su crimen, no pudo menos que ahogarse él también en llanto. Ante él se abría el triste horizonte de miseria á que quedaban condenados por su culpa; veía entregada á las borrascas de la vida precaria la felicidad de su hogar hasta hacía poco tranquilo, tan dichoso, y lloraba amargamente.

Pero había que ser hombre; se enderezó y dirigiéndose al forastero, se puso á sus órdenes.

Mientras le miraba, esperando que le contestase, vió con admiración que el hombre se quitaba de un gesto la barba espesa que casi tapaba todas sus facciones y la larga melena que le había hecho desconocer y tomar por forastero por todos los vecinos que lo habían visto y por él mismo, y conoció, lleno de alegría y de vergüenza, á don Prudencio, su gran protector, su juicioso y sabio amigo, que sin grandes esfuerzos había sabido frustrar los funestos planes de la bruja vengativa.

FIN