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demás, pero loco de contento al pensar en el inmenso poder que le había caído en suerte.

Buen muchacho, pero de poco alcance, no pensó por supuesto, ni por un momento, sino en el provecho propio que de él podía sacar.

No tenía, por suerte, los instintos perversos de su hermano Jacinto, ni pensó en crímenes, pues no era de los á quienes el poder vuelve tiranos, pero tampoco pensó en hacer bien á nadie más que á sí mismo. Era haragán y vividor, y aprovechó la ocasión para vivir bien y de arriba; para él hubo ya siempre y en todas partes buenas camas y abundante comida, cigarros finos y copas de lo mejor. Penetraba en cualquier casa como en la propia, tomaba lo que quería y se mandaba mudar sin que nadie lo pudiera ver. No abusaba, por lo demás, porque no era malo, contentándose con quitar á algún rico algo de lo que le sobraba, sin perjudicar nunca á la gente pobre.

En ocho días se puso gordo; pero cuando se trató de cumplir con lo prometido y de volver á la casa paterna para entregar á su dueño el poncho de vicuña, no se pudo conformar. Dejó pasar medio día, vacilando; y en el mismo momento en que ya tomaba la resolución de guardárselo, y de mandarse mudar con él, una fuerza irresistible se lo arrancó tan violentamente, que su caballo se encabritó, mientras que caía en el suelo su sombrero y que casi se caía él también. Por suerte, andaba solo por el campo en aquel momento y nadie lo vió, pero quedó muy desconsolado.

Tuvo que trabajar, el pobre, para comer; adiós vida fácil y sin riesgo, á costillas ajenas; adiós los cigarros de á veinte y las copas de lo mejor, de arri-