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ba; y sin el recurso siquiera de ir á descansar por temporadas á la casa del viejo, ante quien ya no hubiera tenido la osadía de presentarse, se tuvo que conchabar de peón en una estancia.

El viejo quedó bastante triste, al ver volver á su poder el poncho de vicuña sin que se lo trajese nadie. Comprendió que tampoco era digno de llevar semejante prenda su segundo hijo, y llamando al último, Ignacio, muchacho de veinte años, se la entregó, recomendándole bien de hacer de ella un uso prudente, y de traérsela otra vez á los ocho días.

El joven se fué con el montado únicamente; iba sin entusiasmo, nada más que para hacerle el gusto al padre, quien, á pesar de quedarse solo y enfermo, así se lo ordenaba.

Más que recelo, temor experimentaba, al ver confiado á sus manos este poncho de vicuña que sus hermanos habían llevado, uno tras otro, y que había vuelto misteriosamente al poder de su dueño, sin que ninguno de ellos se lo hubiera traído. ¿Qué secreto, qué virtud—trágica quizá, encerraría en sus pliegues? ¿Habrían muerto ellos? ¿Por qué, de qué modo habían desaparecido?

Era tarde cuando salió, y la noche lo agarró á poca distancia de la casa paterna. Sintiéndose sin ganas de comer, ni menos de conversar con nadie, tendió su recado entre dos cortaderas altas que le brindaron á la vez colchón blando y confortable reparo, y envolviéndose en la manta, se acostó.

No podía conciliar el sueño, preocupado como estaba, y mirando las estrellas pestañear y escuchando las mil voces nocturnas de la Pampa, pensaba en los peligros que quizá le valdría la posesión de la temible prenda.