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contribuyentes sin defensa; y del más pequeño al más encumbrado de estos encargados del bien público, no había uno solo que no estuviera empeñado en robar dinero ó hacienda, en falsear votos, en falsificar documentos, en abusar de su autoridad, en cometer, por fin, y con perfecta inconsciencia, por lo demás, los delitos más viles.

Se divirtió Ignacio en descomponerles los planes, haciéndoles mil diabluras. La policía, de repente, quedó á pie, con todos los caballos perdidos, robados ó mancos. El juez de paz, inducido en error por un aviso misterioso, fué á caer con una hacienda robada en una celada, que le valió un escándalo terrible, y quedó el hombre arruinado por lo que tuvo que pagar.

De la caja del recaudador desapareció el importe de las multas mal cobradas, recuperándolo—nunca supieron cómo los perjudicados; y las listas de sorteados del intendente se perdieron en el mismo momento del sorteo.

Y tantas otras cosas por el estilo pasaron, que ya, ni por plata, se hubiera atrevido un empleado á faltar á su deber, ni que se lo hubiera ordenado un superior.

Cuando, á los ocho días, con el sentimiento de dejar todavía mucho malo por enderezar, mucho bien por hacer, volvió á la casa paterna, él, que tan bien había sabido utilizar el poncho de vicuña, no traía plata, ni había engordado; pero encontró suficiente recompensa en la bendición que le dió su padre.

Y juntos, resolvieron quemar el poncho de vicuña, pensando que las tinieblas siempre más fomentan el crimen que la virtud, y que el bien no debe tener recelo á la luz del día.