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que se le hacían y se abalanzó sobre el que le pareció más débil y flojo. Pero, sin que nadie viera quién los daba, retumbaron en este momento, en sus espaldas, unos rebencazos tan bien aplicados, que, soltando el arma, se fué á guarecer en la cocina, como si lloviera.

Aseguran que fué la última vez que sacó & relucir la daga y que, en las reuniones, no hubo, desde entonces, gaucho más manso.

Ese mismo día, Ignacio, al ver que un jugador usaba taba cargada, se la cambió por otra, cargada al revés, sin que lo pudiera sospechar, aprovechando para ello una parada más fuerte, ella sola, que todas las anteriores juntas; y pudo gozar á su gusto del enojo del ladrón robado.

Y empezó á comprender que el poderoso, con sólo quererlo, puede deshacer muchos entuertos y producir muchos bienes.

Un día, pasó por un pueblo, parándose en varias casas de negocio, y tanto oyó hablar de las autoridades, que pensó que si fuera cierto la mitad de lo que se decía de ellas, podrían ir á parar todas, con gran ventaja para el vecindario, á la penitenciaría. Fué, con el poncho puesto, á dar un paseo por las oficinas; y pudo ver al comisario dando orden de traerle preso, porque sí, á un gaucho que cuidaba demasiado de cierta hacienda que le habían confiado y que codiciaba el juez de paz. Este se ocupaba en preparar una guía que permitiera á su gente llevar sin peligro á otra parte esta misma hacienda. El intendente estaba preparando de antemano la lista de los conscriptos que debían salir «sorteados» el domingo siguiente, y el recaudador redactaba oficios amenazadores, imponiendo multas tremendas é injustas á los