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A pesar de no tener campanilla la madrina, iban bien los caballos y troteaban amontonados alrededor de la yegua, sin cortarse ninguno. Apuraba la marcha Celedonio, en busca del lado opuesto del alambrado, que pronto encontró, y siguió, orillándolo.

La noche era clara, y pudo ver que el alambrado era de construcción poco esmerada, con sólo cinco alambres, sin ninguno de púa, medios postes algo delgados y bastante torcidos, con torniquetes mal apretados; y como no aparecía ninguna tranquera, después de galopar un gran rato, detuvo otra vez la tropilla, se apeó, y sacando el cuchillo, trató de cortar los alambres contra un poste. No pudo, y sin embargo, el cuchillo era cortador, de acero bien templado, de gavilán probado y pesado; el gaucho era baqueano de oficio, y hasta entonces nunca había dado con alambrado que le resistiera, y no alambrados de mala muerte como éste, sino cercos hechos á todo costo, con siete y ocho hilos gruesos y galvanizados, sin que ninguno hubiera sido capaz de atajarle el paso, jamás; lo podían atestiguar las numerosas tropillas llevadas por él, en rápido malón, á los campos de afuera, donde siempre hacen tanta falta caballos buenos y baratos, ó á las colonias donde se venden tan bien, en el momento de las aradas.

Galopó algo más, y en un trecho donde el alambrado le parecía mejor estirado, probó otra vez con el cuchillo. Fué fatal la tentativa, y voló la hoja en dos pedazos, sin que el alambre quedase siquiera sentido. Con rabia, Celedonio arreó ligero la tropilla otra vez, orillando siempre, buscando tranqueras, ya que no había forma de salir de otro modo. Pero pasaron las horas de la noche toda, sin que apareciese tran-