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quera alguna, ni falla en el alambrado, y debía de ser inmenso ese campo para que ni siquiera hubiese dado con el esquinero. Y los postes parecían mirar al gaucho con sonrisa de burla, cuando, al salir el sol, lo vieron, galopando siempre, arreando la tropilla extenuada, sin haber podido encontrar la buscada tranquera.

Celedonio estaba cansado y tenía hambre; los caballos necesitaban descanso; dejó la tropilla en un pajal, retirado bastante del alambrado, y se dirigió, medio triste, hacia una población que se veía, no muy lejos.

Llegó al palenque; llamó, y salió del rancho un gaucho entrado en años, de chambergo y de chiripá listado, bastante descolorido, con el mate en la mano, y en la cara, esa sonrisa indulgente de los hombres buenos que han visto muchas cosas; preguntó al forastero con marcado interés qué se le ofrecía. Celedonio, medio cortado, le pidió un jarro de agua. Necesitaba, por cierto, tomar agua, pero necesitaba también otras cosas más sólidas, y al devolver el jarro, preguntó por la estancia principal.

—Aquí no más, es, amigo—contestó el hombre.

—La casa está á su disposición.

—Gracias, señor—dijo Celedonio;—pero, ¿dónde está la tranquera por este costado? Me metí anoche por una que encontré abierta, y no pude dar con la salida.

—¡Qué cosa rara!—dijo el viejo.—¿Y por qué no cortó el alambrado, hombre? De todos modos...

—No me hubiera atrevido, señor—contestó Celedonio haciéndose el inocente.—Y, dígame, señor, ¿es muy grande su campo?

—Pequeño, amigo, pequeño; media legua esca-