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quilizó pronto; ¿cómo hubieran podido adivinar? nadie lo había visto en todo el día, mientras galopaba: de esto estaba bien seguro.

Le alcanzaron el mate. ¡Qué rico le pareció! y después de tan largo ayuno, también se le hacía agua la boca, al mirar el asado. ¡Sabroso debía de ser! ¿Habría calumniado á ese viejo tan servicial? El que hacía de capataz, al parar el asador, le tendió un cuchillo.

—Tome, compañero, que quizá no tenga—le dijo, sin mirarlo; y en su voz había esa misma ironía compasiva que Celedonio había creído notar en la mirada de los demás.

Dió las gracias, tomó el cuchillo, se sirvió y comió con el apetito que se puede suponer. Poco á poco, la conversación se animó. Empezó el capataz á hablar de los trabajos que se habían hecho en el día, y éstos eran tantos, que Celedonio pensó que era mentira lo que contaba, ó que eran muchas las cuadrillas de peones en la estancia.

Y así lo preguntó; pero le dijeron que no, que por ahora no había más que los diez ó doce que allí estaban, y que, si bien duraba poco la gente en la estancia de don Cornelio, y siempre se renovaba, no aumentaba casi nunca el personal.

—Nunca faltan peones aquí—agregaron;—aunque cuando uno ha estado una vez, es raro que vuelva á conchabarse.

—¿Es malo ese viejito?—preguntó Celedonio.—No parece.

—Usted verá mañana, cuando esté trabajando.

—Pero si no he venido á trabajar. Voy de paso.

—Sí, sí, ya sabemos. También veníamos de paso nosotros. Mire, amigo, cuando uno cae aquí, ya se