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De las casas, pues ya no eran ranchos, vino á socorrerlo uno de los hijos de don Ciriaco, y como el alguacil le tendiera la orden de desalojamiento, el viento se la arrancó de las manos y se la llevó quién sabe dónde.

El hombre volvió al pueblo y dió cuenta de lo ocurrido; mandaron á otro. Frente á uno de los esquineros empezó su caballo, un mancarrón siempre manso, á bailar como loco. El hombre era jinete, como buen argentino, pero no pensaba tener que domar, ese día, y menos semejante animal.

No lo pudo apaciguar sino dando las espaldas al sobrante y mandándose mudar sin haber podido entrar.

El juez de paz mandó, una tras otra, cinco comisiones; volvieron todas deshechas, sin que nadie, sin embargo, les hubiese resistido; piernas rotas, cabezas contusas, narices hinchadas, caballos mancos, la mar, sin más motivos aparentes que comunes accidentes, rodadas, coces, disparadas ó corcovos inesperados, todo siempre al querer franquear la línea del sobrante.

. El juez no se atrevía á ir él mismo, pero dió parte detallado del caso al ministro de Gobierno, llamando su atención sobre lo que allí pasaba.

El ministro, por sus numerosas ocupaciones, dejó pasar algún tiempo antes de tomar medidas; pero como él mismo tenía por aquellos pagos un gran campo que poca plata le había costado, aprovechó la ocasión para ir á visitarlo. Llegó con numerosa y brillante comitiva de autoridades, soldados y convidados, al famoso sobrante. Cuando Ciriaco divisó semejante séquico de jinetes y volantas, con tanta gente y tantos caballos, á pesar de su fe en las es-