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taquitas, creyó que ya había sonado la hora y que, esta vez, los echaban sin remedio.

Su mujer le aseguró que no; que no les podían hacer nada, mientras estuvieran en su sitio las estaquitas del tío, y que cualquiera que viniese, tendría que renunciar y dejarlos en paz.

El ministro venía algo intranquilo por todo lo que le habían contado del sobrante y de sus moradores, pero con la confianza que da el ejercicio del poder, hizo dirigir sin titubear su carruaje hacia la casa de Ciriaco. Toda la comitiva siguió, poniéndose prudentemente á retaguardia, sin decir nada, los que ya habían venido antes con alguna misión.

Ciriaco, por su lado, se adelantó hacia la gente, rodeado de toda su familia: lo acompañaban su mujer, sus diez hijos, sus tres yernos y sus dos nueras, con sus veinte nietos.

Cuando llegó la volanta á la línea del campo, se produjo, sin saberse por qué, un barquinazo bárbaro que despidió del pescante al cochero, y los caballos, asustados, iban á darse vuelta y á disparar, cuando uno de los hijos de Ciriaco los detuvo y les hizo entrar en el campo sin mayor dificultad. Y siguieron todos los de la comitiva, penetrando admirados en ese campito tan bien cultivado que parecía un parque.

El ministro no decía nada, pero miraba todo con atención profunda, maravillado, como si hubiera entrado en un mundo desconocido.

Quiso visitarlo todo, cultivos y casas, pesebres y galpones, animales y tambos, montes y praderas, y al ver el resultado de abundancia, de felicidad y de progreso, conseguido en un miserable sobrante de doscientas hectáreas, por el lento esfuerzo de un pobre gaucho, antes andariego, hoy jefe de una familia LAS VELADAS .—5