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MARCO CRASO.

rumpió en las imprecaciones más horrendas y espantosas, invocando y llamando por sus nombres á unos dioses ter ribles tambien y extraños. Dicen los Romanos que estas imprecaciones detestables y antiguas tienen tal poder, que no puede evitarlas ninguno de los comprendidos en ellas, y que alcanzan para mal áun al mismo que las emplea: por lo que ni son muchos los que las profieren, ni por ligeros molivos. Así entonces. reconvenian á Ateyo de que hubiese atraido sobre la república, por cuya causa se habia mani, festado contrario á Craso, semejantes maldiciones y semejante ira de los dioses.

Marcho, pues, Craso, y llegó á Befudis; y sin embargo de que el mar estaba todavía agitado de tormenta, no se detavo, sino que se hizo á la vela, perdiendo algunos bu ques. Recogió las fuerzas que le habían quedado, y por tierra siguió su viaje atravesando la Galacia. Allí vió al rey Deyotaro, que siendo ya de edad avanzada, estaba fundando una ciudad nueva; sobre lo que se chanceó con él diciéndole: «¿Cómo es esto, oh Rey, despues de las doce del día empiezas á edificar?n y el Gálata sonriéndose, «hola pues, le repuso, tú tampoco, oh Emperador, has madrugado mucho para invadir á los Parlos; porque Craso habia ya pasado de los sesenta años, y á la vista áun parecia más viejo de lo que era. Al principio los negocios se le presentaron muy segun sus esperanzas, porque pasó con mucha facilidad el Eufrates, condujo sin tropiezo el ejército, y entró en muchas ciudades de la Mesopotamia, que volunta riamente se le entregaron. En una de ellas, de que era ti rano uno llamado Apolonio, le mataron cien soldados, y marchando contra ella con su ejéreito, la rindió, la entregó al saqueo, y vendió los habitantes: los Griegos llamaban á esta ciudad Zenodocia. De resulas de haberla tomado, admitió el que el ejército le saludase emperador; incur riendo en gran vergüenza, y apareciendo muy pequeño y de pecho muy angosto, pues que de tan insignificante