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ALEJANDRO.

nios cargados de inmensa riqueza y botin que se llevaban del campo de los bárbaros, sin embargo de que éstos se habían aligerado para la batalla, y habian dejado en Damasco la mayor parte del bagaje. Habian reservado para el mismo Alejandro el pabellon de Darío, lleno de muchedumbre de sirvientes, de ricos enseres y de copia de oro y plata. Desnudándose, pues, al punto de las armas, se dirigió sin dilacion al baño, diciendo: «Vamos á lavarnos el sudor de la batalla en el baño de Darío;» sobre lo que uno de sus amigos repuso: «No á fe mia, sino de Alejandro; porque las cosas del vencido son y deben llamarse del vencedor.»» Cuando vió las cajas, los jarros, los enjugadores y los alabastros, todo guarnecido de oro y trabajado con primor, percibió al mismo tiempo el olor fragante que de la mirra y los aromas despedia la casa; y habiendo pasado desde allí á la tienda, que en su altura y capacidad y en todo el adorno de alfombras, de mesas y de aparadores era ciertamente digna de admiracion, vuelto á los amigos: «en esto consistia, les dijo, segun parece, el reinar.» Al tiempo de ir a la cena se le anunció que entre los cautivos habian sido conducidas la madre y la mujer de Darío y dos hijas doncellas; las cuales, habiendo visto el carro y el arco de éste, habian empezado á herirse el rostro, y á llorar teniéndole por muerto. Paróse por bastante rato Alejandro; y mereciéndole más cuidado los afectos de estas desgraciadas que los propios, envió á Leonato con órden de decirles que ni había muerto Dario ni debian temer de Alejandro: porque con Darío estaba en guerra por el imperio; pero á ellas nada les faltaria de lo que reinando aquél se entendia corresponderles. Si este lenguaje pareció afable y honesto á aquellas mujeres, todavía en las obras se acreditó más de humano con unas cautivas, porque les concedió dar sepultura á cuantos Persas quisieron, tomando las ropas y todo lo demas necesario para el ornato de los despojos de guerra; y de la asisten-