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Y él, riéndose también y señalándose a los ojos, contestaba:

—He aquí las cestas donde me llevo la luz de la Luna y la del Sol.

Y era verdad: en sus ojos brillaba la Luna y rutilaba el Sol. Pero él no podía transportar su luz al mármol ni al bronce, y ese era el dolor de su vida.

Descendía de una antigua familia patricia. Tenia una mujer excelente y unos hijos encantadores. Su dicha parecía completa.

Cuando el ruido de la sombría gloria de Lázaro llegó hasta él, se aconsejó de su mujer y sus amigos y emprendió el largo viaje a Judea, para ver al que había milagrosamente resucitado. Se aburría, y esperaba que nuevos paisajes avivarían su atención cansada. Lo que se contaba del resucitado no le asustaba; había meditado mucho sobre la muerte, y había llegado a la conclusión de que no debía mezclarse su idea con la de la vida. «Al lado de acá está la vida, y al de allá, la muerte misteriosa—decíase—. Y mientras viva el hombre, lo más acertado que puede hacer es deleitarse en la belleza de lo viviente.» Y hasta acariciaba la esperanza, un tanto ambiciosa, de transmitirle a Lázaro tal convicción y volver a la vida su alma, como lo había sido su cuerpo. Aquello parecía tanto más fácil, cuanto que los extraños rumores que circulaban respecto a Lázaro no eran sino una expresión lejana y apagada de la verdad, una advertencia vaga contra algo horrible.


Lázaro se levantaba de su piedra para seguir al Sol