a través del desierto cuando el rico romano, acompañado de un esclavo armado, se acercó a él y gritó:
—¡Lázaro!
Y Lázaro vió el bello y orgulloso rostro aureolado de gloria, las vestiduras claras y las piedras preciosas, que rutilaban al sol. Los rojizos rayos ponían en la cabeza y el rostro de Aurelio la belleza del bronce mate. Dócilmente, Lázaro volvió a sentarse y bajó, con expresión cansada, los ojos.
—No eres guapo, en efecto, pobre Lázaro—continuó tranquilo el romano, jugando con su cadena de oro—. Eres horrible, amigo mío; la muerte no estaba emperezada cuando caíste imprudentemente bajo sus garras. Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no es mala, que dijo el gran César; no comprendo por qué te tienen miedo. ¿Me permites pasar la noche contigo? Es ya tarde y no he buscado posada.
Nadie le había hecho nunca semejante petición a Lázaro, que contestó:
—No tengo cama.
—He sido soldado y sé dormir sentado. Encenderemos fuego.
—No tengo leña.
—Entonces charlaremos, como dos viejos camadas, en la obscuridad. Supongo que tendrás una poco de vino...
—No tengo vino.
El romano se echó a reír.
—Ahora me explico por qué estás tan tétrico, por qué no amas tu segunda vida. ¡No tienes vino! ¿Qué