no poco de su forma, debido sin duda a lo cual no me había yo fijado aún en ella.
—¡No es tan grande como la de Jeops—me dijo—; pero es una pirámide!
Lanzó una carcajada—aquel hombre encontraba en todo motivos de risa—, y añadió:
—Mi primera intención fué edificar aquí una iglesia de estilo normando... ¿Le gusta a usted el estilo normando...? Pero se me negó la autorización... ¡Qué estrechez de espíritu!
Callé. No sabía qué decir. Me sucede eso con frecuencia. Y él, tras una pausa lo suficientemente larga para que yo hiciera algún comentario o alguna pregunta, me explicó:
—En este sitio fué encontrado el cadáver de mi hija Elena. A este lado, la cabeza; a ése, los pies. Creo que ya le he dicho a usted que murió ahogada.
—¿Y cómo ocurrió esa desgracia?
—¡Una imprudencia de muchacha!—repuso, sonriéndose, Norden—. Se embarcó sola en una lancha; se levantó un viento muy fuerte, y la lancha zozobró.
Miré al mar, gris y un poco agitado. El agua no cubría del todo, hasta muy lejos de la orilla, las peñas de que estaba salpicado el fondo.
—Aquí el mar es poco profundo—dije.
—Sí; pero ella se alejó más de lo debido.
—¿Y por qué hizo eso?
—Los jóvenes, amigo mío, suelen ir demasiado lejos—contestó Norden, sonriéndose y tocándome suavemente el codo.
Y empezó a hablarme de sus dos magníficas lan-