de hombros. La señora, radiante, se acomoda en la peña tan valientemente conquistada y deja a sus pies el retículo, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Luego se quita los guantes y limpia los cristales de los gemelos, mirando con benevolencia a sus vecinos.
La señora belicosa (dirigiéndose a la señora cuyo esposo está en el buffet).—Debía usted sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...
La señora.— ¡Las tengo deshechas, señora!
La señora belicosa.—Los hombres son hoy día tan mal educados, que nunca le ceden el sitio a una mujer... Habrá traído usted pastillas de menta...
La señora (inquieta).—No. ¿Debía haber traído?
La señora belicosa.— ¡Claro! El mirar mucho tiempo a lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es lógico, y se necesitará amoniaco para hacerla volver en sí. ¿Ha traído usted, al menos, un poco de éter?... ¿No, eh?... Y ya que es usted... así, su marido... ¿Dónde está su marido?
La señora.— En el buffet.
La señora belicosa.—¡Qué sinvergüenza!
El primer guardia.— ¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha tirado aquí?
El chiquillo.—Yo.
El primer guardia.—¿Para qué?
El chiquillo.— Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.
El primer guardia.— ¡Llévatela!