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El turista gordo.—Si no es robado, no puede ser de tortuga. ¡Largo!

La señora belicosa (benévola).—¿Son hijos de usted los cinco?

El turista gordo.—Sí, señora... Los deberes paternos... Pero, como habrá usted visto, no se dejan educar: ¡el eterno conflicto entre los padres y los hijos!... Macha: ¡no cierres los ojos! ¡Qué horrible tragedia, señora!

La señora belicosa.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. ¿Pero por qué le llama usted a esto horrible tragedia? Los albañiles se caen a veces de alturas grandísimas. El saliente donde está ese joven distará del suelo poco más de cien metros. Yo he visto caer del cielo a un hombre.

El turista gordo (encantado).—¿Del cielo?... ¿Oís, hijos míos? ¡Del cielo!

La señora belicosa.—Sí; a un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.

El turista gordo.—¡Qué horror!

La señora belicosa.—¡Eso es una tragedia! Tuvieron que estar dos horas echándome agua con una bomba para hacerme volver en mí. Desde entonces nunca se me olvida el amoníaco.

Aparece un grupo de músicos y cantantes italianos errabundos. El tenor, un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos estúpidos y lánguidos, canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, canta con voz aguardentosa, echada atrás la gorra de jockey. El bajo, que parece un bandido, toca la mandolina. La tiple, una muchacha delgada, de grandes ojos movedizos, toca el violín.