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Me miró con fijeza, como para convencerse de que hablaba en serio, y repuso:

—Ya he llorado.

Y no me hubiera sorprendido oirle añadir: «Gracias», cual el protagonista de la vieja anécdota. ¡Tan fino era aquel absurdo hombrecito!

Como mis deberes pedagógicos se reducían a las dos horas diarias de clase, me pasaba gran parte del día paseando, si lo permitía el tiempo, o leyendo en mi habitación. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo que Norden me había también dado permiso, y me encontraba allí en mis glorias. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías llenas de libros lujosamente en cuadernados, silencio..., un silencio mayor aún que el que reinaba en mi aposento, pues la biblioteca estaba en el segundo piso, adonde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, él sabría con qué objeto, haciéndoles ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.

Nos reuníamos en el comedor, a las horas de las comidas, los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que yantaba a veces con nosotros y sólo abría la boca para comer y para reírse cuando Norden decía donaires. Creo que era el administrador de Norden.

Reinaba durante las comidas una alegría ruidosa: sonaban a cada momento estrepitosas carcajadas, con