motivo risible o sin él. El amo de la casa contaba chascarrillos para excitar la hilaridad de todos los comensales. Al aya solía traducírselos; pero, aunque no se los tradujese, la vieja se desternillaba de risa: aquello era, sin duda, lo reglamentario. Yo los primeros días de mi estancia en la quinta no solía tomar parte en aquellas manifestaciones de regocijo; lo que turbaba y hasta afligía a Norden.
—¿Por qué no se ríe usted?—me preguntaba, mirándome con angustia a los ojos—. ¿No le ha hecho a usted gracia?
Y me repetía el chascarrillo, explicándome dónde estaba su comicidad. Si, con todo, yo seguía serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, pidiéndome por Dios que riese, como si su vida peligrase y mis carcajadas hubieran de salvársela.
No tardé en reír, como los demás: la risa convulsiva, estúpida, idiota, ensanchaba mi boca, como el freno la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, sentía a veces, estando solo en mi habitación o en la playa, unas ganas locas de reír...
Durante algún tiempo, no viendo en la mesa sino a las personas mencionadas; estuve en la creencia de que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí de pronto tocar el piano en el piso alto, en su parte cerrada siempre y separada de la biblioteca por un corredor. Me llené