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Página:Leonidas Andreiev - El misterio y otros cuentos.djvu/172

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discurso, no reconoció su propia voz, que brotaba sorda, desagradable, de su garganta seca, y no vibraba, como de costumbre, enérgica y apasionada. Los jurados, oídos con una atención religiosa los primeros períodos, comenzaron a bostezar y a sacar el reloj. Frases torpes, poco naturales, forzadas, en las que se notaba una total ausencia de espontaneidad, sucedíanse en parrafadas grises, lánguidas, aburriendo al auditorio fatigado. El presidente se puso a hablar en voz baja con otro miembro del tribunal. «¡Hay que acabar!», se dijo Kolosov, la muerte en el alma.

Los jurados se retiraron a deliberar. ¡Qué media hora más larga! Kolosov se paseaba solo, rehuyendo toda conversación; pero uno de sus compañeros, un muchacho gordo y jocundo, perteneciente a esa categoría de seres humanos que no distinguen lo que puede decirse de lo que no puede decirse, se le acercó y le espetó:

—Hoy no ha estado usted a su altura, querido. ¡Y yo que sólo he venido por oírle...!

Kolosov se sonrió amablemente y empezó a balbucear un lugar común; pero el otro, como divisara en el otro extremo del corredor a Pomerantzev, corrió hacia él, gritando:

—¡Bravo, Sergto Vasilievich! ¡Muy bien!

Sonó el timbre. El público, que se paseaba charlando y fumando, se abalanzó a las puertas de la sala. Los jurados salieron del gabinete de deliberaciones y reinó un silencio expectante. Las bocas se entreabrieron, los ojos se clavaron, ávidos, en el pa-