pel que el jefe del Jurado le entregó al presidente, para que lo leyese y firmase.
Kolosov miraba con fijeza, desde la puerta, el rostro pálido de Tania.
El jefe del Jurado leyó, no sin dificultad, a causa de lo poco claro de la letra:
«La campesina del distrito de Bronitza (región de Gubernia, provincia de Moscú) Tatiana Nicanorova Palachova, de veintiún años de edad, ¿es culpable de un asesinato cometido, en complicidad con otras personas, la noche del 8 al 9 de diciembre?—Sí.»
Le pareció a Kolosov que Tania se tambaleaba. ¿O era él, quizá, quien estaba a punto de desplomarse?
Sin ánimos para esperar, durante otra interminable media hora, la sentencia entre la animada multitud, se fué a un corredor apartado, y desierto, por donde empezó a pasearse abatidísimo. Sus pisadas resonaban ruidosas bajo la bóveda.
Cuando oyó las voces y los pasos de la multitud que salía de la sala, corrió a su encuentro. «¡Diez años de trabajos forzados!» En el acento con que se pronunciaban estas palabras había algo de triunfal. El abogado se detuvo junto a la puertecilla reservada a los reos. Al salir Tania, murmuró, cogiendo la inerte mano de la joven:
—¡Tania, perdón!
Ella le dirigió una mirada opaca, inexpresiva y siguió en silencio su camino.
Kolosov y Pomerantzev eran casi vecinos y volvieron a casa en el mismo coche. Pomerantzev com-